La nueva palabra sagrada es hoy la inglesa storytelling, que se ha unido a otras muchas que cumplen una función efímera pero altamente narcotizante: pareciera que, adoptando una jerga “profesional”, nos apropiásemos de un conocimiento prestigioso, de las llaves (por así decirlo) del mágico cofre de los iniciados. Los ejemplos son multitud y seguro que los conocen (spin doctors, networking, storyline, timing, blearning, framing…) y han llegado, me temo, para quedarse. Así que hablaremos aquí de storytelling, una palabra vetusta en realidad, pero que señala con cirujana precisión la naturaleza de cualquier mensaje, incluido el docente o académico, y más aún en las esferas concéntricas del elearning, otro afamado concepto de autoridad.
Si recurrimos a nuestro viejo castellano (español, le dicen ahora), todos sabemos que hablamos en realidad de una de las actividades más antiguas del mundo: narrar, contar cuentos, estremecer a una audiencia detenida entre la hoguera y las palabras del juglar. Y de eso se trata porque de eso se trató siempre: de contar una historia, y a ser posible una buena.
Las infinitas formas del relato
Si hacemos caso a los que saben, hábito harto recomendable, las infinitas formas del relato han estado presentes siempre, en todo lugar y compañía, aunque es ahora cuando, un poco pomposamente, se habla ya de una “era del relato”, incluso de un “nuevo orden narrativo” [1]. Sea cierto o no, este auge de la narratividad nos permite regresar a lecciones que no por viejas resultan menos aprovechables, y que se aúpan ahora por encima de nuestras cabezas impulsadas por lo digital, ese lugar imaginario donde se cumple, por fin, el Aleph borjiano, pues es en lo digital (en la Red) donde se concreta ese “lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos” [2].
La oportunidad aparece ahora bajo el poderoso mantra de la novedad, categoría que tiene al menos la virtud de atraer la atención y que debemos aprovechar para hacernos esas preguntas que zumban a menudo por debajo de los debates sobre enseñanza, pero que tardan en posarse. ¿Qué hacer, entonces, con el storytelling? ¿Cómo emplearlo para enseñar mejor? Y más aún: ¿cómo hacer que nuestros escritos, apuntes o clases cuenten de veras una buena historia?
El transmedia storytelling o la inevitable levedad de los formatos
Ya sabemos que las plataformas de enseñanza digitales hace tiempo que nos ofrecen posibilidades, si no infinitas, si lo suficientemente diversas como para zambullirnos con alborozo en su potencial didáctico. Pero quizá convenga recordar qué diablos significan esos conceptos que manoseamos todos sin ton ni son y que pretenden definir caminos nuevos y lozanos, por ejemplo transmedia storytelling. Desde que Henry Jenkins la utilizara allá por 1991 en una conferencia de la Universidad del Sur de California, la palabra “transmedia” ha servido para referirse a las novedosas experiencias narrativas que han venido a luchar, con notable éxito, contra la rutina de la narración y de nuestros usos de ocio, académicos o cotidianos, lo que implica por supuesto crear hábitos nuevos. Así que no hay, aquí, velo de Isis alguno, ni arcano misterio detrás de tan florida y sonora construcción: al hablar de transmedia storytelling, simplemente nos referimos al modo de contar una historia, o más exactamente a los diversos soportes y formatos que empleamos para ello en el océano de las nuevas tecnologías. Si lo traducimos al específico campo de la enseñanza electrónica, se trataría de crear contenidos docentes o educativos mediante el uso de herramientas que los alumnos emplean ya con profusión en su vida cotidiana.
Afortunadamente, este uso intensivo y compulsivo en los entornos digitales de los malllamados “nativos” nos ahorra la tarea de normalizar la experiencia de aprendizaje en el sistema hipertextual o multiformato de los entornos internéticos. Nuestra labor deberá, por el contrario, centrarse en entender los entresijos de la narración (de cualquier narración) para poder plantearles un verdadero trayecto narrativo, es decir, aportarles las claves de la historia que queremos que recorra y en la que él (y he aquí la clave) debe ser el héroe del recorrido o la aventura.
Surge aquí, por supuesto, un nuevo interrogante, pues son muchas las formas narrativas practicadas desde el albor de los tiempos: ¿cuál elegir? ¿Cómo narrar? Así que nuestro primer esfuerzo deberá estar en la puesta a punto, como lectores, de nuestros conocimientos y experiencias sobre la narración digital y del control (hasta donde sea posible) de los fascinantes entornos tecnológicos, de los que el bueno de Arthur C. Clark decía que eran “indistinguibles de la magia” [3].
De lo analógico a lo digital: ¿ruptura o continuidad?
En nuestro empeño por conocer las herramientas necesarias para una narrativa digital eficaz, los profesionales de lo digital, y más aún los profesores o docentes de entornos online, nos enfrentamos a una bonita paradoja: ¿es todo lo nuevo una ruptura? O, lo que es lo mismo: ¿implica lo digital una ruptura con las anteriores formas narrativas? En torno a esta pregunta de mayor complejidad de lo que aparenta, se han vertido ya ríos de tinta (digital, por supuesto), pero conviene quizá recordar que, al hablar de narrativa, son varias las cartas que el cuentista o tahúr puede poner sobre el tapete. Por un lado, parece obvio que la narración aristotélica, fundamentalmente lineal y tripartita, no es un camino que los entornos digitales puedan o deban transitar mediante el recurso de la pura emulación, pues son ya muchas las experiencias que transgreden o trascienden los conceptos de cohesión o linealidad narrativa, y ha sido precisamente el terreno digital el que, por medio de sus creaciones artísticas específicas (software art, media art, net art, digital art, etc.), ha conseguido abrir espacios que el mantra aristotélico no podía contener.
Superada hace tiempo la tensión entre texto e imagen por contextos de simultaneidad o multidisciplinariedad [4], los nuevos espacios digitales generan una aproximación diferente al conocimiento, una en la que la presencia de elementos visuales exige una doble interpretación, a la vez temporal y espacial. Pero no hay aquí, me temo, primicia o descubrimiento, pues los elementos de la narrativa digital o del transmedia storytelling son, de hecho, herederos de experiencias creativas bien longevas, que van desde la antiquísima combinación entre imagen, texto y número del I Ching hasta Rayuela, pasando por el Tristan Sandy de Sterne o incluso el Vonneguth de Matadero 5. En todas estas obras, así como en otras muchas, la escritura, el texto, presentan una naturaleza fragmentada y combinatoria donde la ruptura de la cronología rompe la tríada del relato clásico (introducción, nudo y desenlace) para abrirse a un abanico de posibilidades e interpretaciones infinito.
Lo interesante está en que los espacios digitales o, más puramente, informáticos, se ajustan con perfecta simetría a esta ruptura de los relatos clásicos de conocimiento, y se definen de hecho con aquellas categorías que encarnan las experiencias creativas de narración disonante ya mencionadas, junto a otras muchas: fragmentación, necesaria interacción con el sistema, disposición aparentemente aleatoria de la información… Hay pues, dos elementos destacables en las narrativas digitales: manipulación de la estructura temporal o secuencial y supeditación del relato al espacio de navegación.
¿Y la enseñanza? O de como por fin el Rey está desnudo
Como suele ocurrir, el secreto está en que… no hay secreto. O al menos nada que no se sepa y se haya dicho con anterioridad. Sí hay, creo, una verdad manifiesta: narrar de una manera diferente implica necesariamente apostar por otro tipo de mensaje, lo que nos lleva rápidamente a la siguiente y más relevante cuestión: ¿cuál puede o debe ser este mensaje?
Mi propuesta es heredera, necesariamente, del barthiano contexto de no autoría [5] trasladado al ecosistema educativo en general, y en especial al elearning o enseñanza digital. ¿Y qué implica exactamente? Fundamentalmente, desprenderse de dos instituciones o tics ampliamente extendidos entre la comunidad académica docente: la suposición a priori de la auctoritas y el afán de linealidad de cualquier programa académico.
A pesar de sus imperfecciones discursivas, vivimos ya en la era de la “democratización tecnológica” [6] donde, nos guste o no, la propia pragmática de la Red deshace poco a poco la antigua polaridad entre un centro emisor activo y la pasividad de los receptores. La Universidad es, de hecho, especialmente sensible a esta circunstancia, tanto desde la perspectiva del propio cuestionamiento de su función real como centro prestigioso de interpretación del mundo como desde el punto de vista de la propia actividad docente, que cada vez tiene más difícil justificarse a sí misma por los solos usos de la inercia académica. Mal que pese a muchos, en lo digital no existen tarimas desde las que hablar a una audiencia acongojada por su propia situación de inferioridad espacial, y la multiplicidad de espacios críticos de conocimientos expone nuestra labor docente (no hablo aquí de la investigadora) a un escrutinio múltiple y en realidad más severo y desenmascarador: por fin, y afortunadamente, existen las condiciones para que el Rey se contemple a sí mismo en su propia y desasosegante desnudez.
Al mismo tiempo, hemos de ver la tecnología como una oportunidad para cuestionarnos nuestra propia habilidad para establecer relatos didácticos eficaces, y abandonar las ridículas visiones pesimistas sobre nuestros alumnos. A pesar de los pesares, los datos (la experiencia) indican que la recurrente queja sobre la falta de compromiso de aquellos con su formación, así como sobre su pobre nivel educativo y discursivo, no son más que cantos de sirena de una clase, la de los profesores, vestida con hábitos polvorientos y que repite los dogmas de todos nuestros mayores. A nadie escapa que es propio de quien abandona la juventud quejarse de la generación que lo persigue y que inevitablemente acabará por arrebatarle “su sitio” a la derecha del Padre Redentor. En este sentido, hace mucho que la excelencia académica aparenta ser poco más que un baldío y narcisista ejercicio de autoencumbramiento.
Pero no es así, absortos en la contemplación de nuestro propio currículum académico, como convertiremos nuestros cursos o talleres en aquello que los alumnos demandan y necesitan. Será, en cambio, desde el abandono del dogma docente como lograremos implicar al alumno en su propio recorrido de aprendizaje. Para ello, para aprovechar en su extraordinaria potencialidad los espacios internéticos, debemos invertir tiempo y dinero en aumentar, profundizar o expandir nuestras competencias digitales, y entender y profundizar en el trayecto que las ideas, y la narración, han recorrido desde sus lejanos inicios en alguna cueva del Pleistoceno. Porque sólo narrando (ensayando cuentos, reportajes, artículos, piezas de narración audiovisual…) se aprende a narrar, y a nadie escapa que, al igual que no es lo mismo leer que aprender leyendo, no puede ser lo mismo escribir (o narrar), que enseñar escribiendo.
Los profesores tenemos también otra segunda tarea, mucho más difícil de acometer, pero sin duda provechosa: debemos entender que los currículum académicos, plagados de trayectos, bibliografías, requisitos y otras miserias, son solo un punto de partida, un marco en el que estructurar las distintas posibilidades del mucho más amplio recorrido del aprendizaje, un mínimo necesario pero nunca un máximo evaluativo que haga las veces de una suerte de techo de cristal que nos protege, sí, pero que traiciona el más honorable propósito de la enseñanza y de nuestra actividad como docentes, que aparece escondido en las sabias palabras de Benjamin Franklin con las que cierro este incómodo alegato: “Dime y lo olvido, enséñame y lo recuerdo, involúcrame y lo aprendo”. Porque narrar, señoras y señores, es involucrarse.
Rubén Sáez Carrasco
Profesor de narrativa digital