Es un privilegio y un enorme desafío presenciar y participar en el proceso por el cual el mundo ha cambiado en las últimas décadas. Casi todo lo que se pensaba y se hacía anteriormente ha pasado por un proceso de reevaluación después del cual casi nada ha permanecido igual. La educación no ha estado exenta de esos cambios y muchos de nosotros, educadores, hemos tenido que dar un salto de la tiza al ratón en poco más de una docena de años. Algunos nos encontramos en medio del fuego cruzado, teniendo que elegir un bando sin saber ni dónde estamos nosotros mismos.
Si en la educación escolar, dentro de las posibilidades que permiten los cambios de ley y los magros presupuestos, el docente se ha ido adaptando a las necesidades de los nuevos tiempos, en la educación universitaria eso poco se ha discutido. Muchas escuelas, incluso, utilizan las nuevas tecnologías como bandera para atraer a padres ávidos por insertar a sus hijos en un mundo posmoderno. En las universidades, por otro lado, se van multiplicando los cursos que cuentan con las nuevas tecnologías como plataformas para impartir conocimiento, respondiendo a nuevas demandas que solamente ahora se han hecho factibles – gracias a los avances propiciados por las facilidades de intercambio de información. La gran cuestión en todo ese proceso es cómo preparar al profesional docente para ese nuevo contexto.
¡Ojo! No hay que temer al cambio. No hay que mirar con suspicacia a las tabletas, ordenadores o pizarras digitales. Estos son instrumentos – iguales que lo eran las antiguas pizarras, la tiza, el lápiz o el bolígrafo. Lo importante es que hay que atender a los desafíos que, a pesar de todos los cambios, siguen siendo básicamente los mismos. En la educación como un todo seguimos zozobrando delante del reto de dotar a los alumnos de herramientas para que puedan, de manera autónoma, buscar y profundizar los conocimientos necesarios para afrontar el mundo de hoy. Y esas herramientas tienen que cubrir un espectro que vaya mucho más allá de los instrumentos tecnológicos tan de moda en la actualidad. Es imprescindible revalorar el factor humano.
¿Estamos de verdad preparados para incorporar estos nuevos saberes a nuestras prácticas? ¿Es necesario abdicar de la tradición para alistarse en el mundo moderno? Yo creo fervorosamente que no. No podemos abandonar las lecciones de educadores como Paulo Freire. Los nuevos educadores (formados a la merced de las urgencias de los avances tecnológicos) siguen necesitando este soporte teórico, porque las necesidades de los agentes del proceso educativo, o sea, los alumnos y los docentes, siguen siendo las mismas.
De ese modo, aunque el objetivo esencial de la enseñanza no cambia con relación a las metas establecidas por las leyes educativas para las fases de escolarización anteriores (al fin y al cabo, se sigue teniendo que cubrir cierto contenido en un periodo de tiempo dado), la cuestión metodológica todavía queda por abordarse. Es difícil encontrar una praxis que responda a las necesidades de cada contexto y que pueda aliar tradición y modernidad. Además, hay que añadir el problema de que la enseñanza a nivel superior (por menos en términos de producción académica) no recibe la misma atención. Gran parte de los esfuerzos están volcados hacia la educación escolar. La solución pasa por buscar planteamientos teóricos y, consecuentemente, ofrecer una formación a los docentes que enseñen en la universidad. Y no hablo de nada que demande un esfuerzo adicional, sino de la vieja y conocida formación didáctica, adaptada a las nuevas demandas.
Felizmente, poco a poco se empieza a notar interés por parte de investigadores en relación a este problema. Cambours de Donini, por ejemplo, reflexiona sobre este los retos de la enseñanza universitaria y afirma:
«El problema que planteamos no es nuevo. La pedagogía no es, ni ha sido, una preocupación central en la universidad. No lo fue en » la universidad tradicional» de corte «academicista» que sostenía el mito de que quien conocía su disciplina o era capaz de generar conocimientos en un campo específico del saber era «automáticamente» capaz de transmitirlos y de crear las condiciones necesarias para producir aprendizajes significativos y duraderos en los alumnos; tampoco lo fue en la «universidad gerencial», que surge en el contexto neoliberal con su énfasis en la evaluación y la acreditación burocrática de productos verificables de baja densidad académica».
Estoy de acuerdo en que las universidades necesitan replantear su modelo. Las agencias responsables del control de calidad en la educación universitaria, y las mismas universidades, se plantean exigencias pedagógicas para un personal docente que, con raras excepciones, no ha tenido la posibilidad previa de adquirir conocimientos didácticos. Evidentemente, esa postura contradictoria sólo sirve para ejercer más presión sobre los profesionales docentes con demandas que no hacen justicia a los requisitos que se exigen para el ejercicio de la profesión. Al final, muchos nos vemos obligados a tirar de carisma (los que la tengan) o de vocación para desarrollar un trabajo satisfactorio. Y, dadas las circunstancias, estamos en bonus – damos mucho más de lo que recibimos.
Es importante considerar que, en posesión del título de doctor, un investigador muchas veces se enfrenta al desafío de tener que enseñar sin tener la más mínima idea de las dificultades que puede encontrar. El profesor se ve cada vez más obligado a desarrollar tareas de gestión, sin tener en cuenta la necesidad de disminuir proporcionalmente la docencia. Y si hablamos de que además hay que investigar, encontrar tiempo para la formación es tarea difícil, sino imposible.
La enseñanza online, en todas sus modalidades, representa un desafío todavía más importante. Muchas universidades están en una carrera contra el tiempo e invierten esfuerzos para ofrecer cada vez más variedad de cursos online. Un sinfín de oportunidades profesionales se presentan y tengo mis dudas si de verdad estamos preparados para dar cuenta de todo lo que nos viene encima.
Los más de 20 años de experiencia que tengo en la enseñanza tradicional me han sido de gran utilidad en la búsqueda de estrategias más eficientes para hacer llegar a mis alumnos (que están a veces a miles de kilómetros) el calor y la cercanía que los cables y las pantallas son incapaces de transmitir. Las más de 300 horas que tengo delante de un ordenador me han ayudado mucho en esa tarea, pero todavía queda mucho por aprender. Agradezco las lecciones de mi maestro Paulo Freire, cuya visión a veces tildada de utópica, ha inspirado a muchos educadores. Ojalá no caiga en el olvido.
Henri Alves
Profesor del Máster Universitario en Formación del Profesorado de ESO y Bachillerato, FP y Enseñanza de idiomas