Velocidad tecnología

Adaptación a un mundo virtual veloz

Desde hace aproximadamente treinta años, fluye entre nosotros la pregunta de si el cambio tecnológico y social que vivimos y que nos aboca a una velocidad sin precedentes, radica exclusivamente en la tecnología. Es un tema recurrente, donde se pone de manifiesto que la alteración que se ha producido en cómo entendemos la vivencia del tiempo, la velocidad del cambio, comienza a ser considerada una dimensión estructural de la realidad social. Y más ahora, en los tiempos que vivimos.

Para la comprensión de este fenómeno se requiere de muchos actores provenientes del ámbito de la sociología, la filosofía y de la tecnología. No lo podemos ver desde un único prisma. Necesitamos varias visiones para poder entender el impacto de la velocidad en nuestras vidas y cómo la estructura de la temporalidad vivida puede mostrar como la experiencia humana del tiempo acoge el tiempo objetivo de los procesos del mundo y se transforma por su influjo.

Lo anterior puede parecer una reflexión demasiado profunda o incluso filosófica pero me cuesta arrancar este post para el blog de Global Campus sin reflexionar sobre los aspectos más profundos de los que estamos viviendo, especialmente este año tan complejo, en el que todos hemos tenido que adaptarnos a unos cambios a los que no estábamos preparados, para poder continuar nuestra actividad docente en la Universidad.

La verdad es que no hemos sido solo nosotros; todo el mundo se ha adaptado a un mundo mucho más virtual, debido a la crisis sanitaria derivada de la pandemia del COVID-19 que estamos viviendo. En las empresas, instituciones de todo tipo e, incluso, en nuestro plano personal más íntimo y privado, lo virtual se ha ido imponiendo como un elemento básico para poder seguir interactuando socialmente.

En este artículo, me centraré en nosotros, en los que formamos parte de la familia Nebrija y que, desde principios de marzo del año pasado nos hemos visto inmersos en esta nueva realidad.

Pero, ¿es una nueva realidad de verdad? Yo creo que no y trataré de explicarlo. Cierto es que en los últimos tiempos habíamos vivido un imparable auge de la formación online. O aprendizaje virtual, e-learning, educación online o, en sus principios, la teleformación. Los anteriores son algunos de los sinónimos que se han ido utilizando para definir o hacer referencia a un modo de entender el aprendizaje basado a un medio tan abierto como es Internet.  Y puede parecernos que se trata de algo específicamente novedoso, pero hablamos de una metodología que va a cumplir casi 40 años.

Viví, en primera persona, la incorporación de esta metodología al mundo de la empresa a comienzos del 2000 y durante mis años de responsable de formación y desarrollo. Y ya venía de atrás. A mediados de los 80 del siglo pasado comenzó a incorporarse esta metodología en empresas de EEUU con la anteriormente llamada “enseñanza asistida por ordenador” y, poco a poco, fueron varios sectores de la industria más puntera (tecnológicas, aviación, etc.) las que fueron incorporándola a sus metodologías de formación corporativa. Hubo un hito muy importante en 1997 cuando se incorporó el protocolo SCORM que posibilitaba que los elementos o cursos pusieran ser compartidos en diferentes plataformas formativas.  Posteriormente vino el gran salto. A partir del 2000 las empresas comenzaron a incorporar su formación en redes corporativas como una alternativa real a la formación continua presencial y apareció la gran plataforma, Moodle, en paralelo a esa formación mixta, denominada blended learning.

No conozco cómo se vivió en las universidades esta evolución que he referenciado, pero en las empresas supuso un cambio radical de cómo nos enfrentábamos a la formación de nuestros empleados. Especialmente en los cursos que requerían de una parte teórica importante, previa a la puesta en práctica en el puesto de trabajo.

En los siguientes años, se avanzó a mucha velocidad. Se facilitó enormemente la formación accesible desde cualquier lugar y en cualquier momento impulsado por el mobile learning con la aparición de las app y llego el mundo de los MOOC (Massive Open Online Courses) que salieron de los entornos de las universidades para entrar al mundo de las empresas, facilitando el acceso a cursos que antes tenían que ser diseñados a la medida de las necesidades de cada organización.

Los últimos años, en lo que se refiere a “teleformación” como decíamos al comienzo de esta modalidad formativa, ha evolucionado a la misma velocidad que lo han hecho el resto de tecnologías disruptivas que estamos viviendo ahora y ha habido una eclosión de soluciones de conocimiento abierto como Coursera, Udacity o Edx que aglutina a prestigiosas universidades como el MIT, Harvard y Berkeley facilitando algo increíble; son los empleados los que deciden sus propios itinerarios formativos, acreditándose en muchos de estos contenidos.

Pero no viví el cambio en la universidad hasta marzo del año pasado. Nunca había impartido docencia de forma virtual. Conocía nuestra plataforma, nuestro campus, Blackboard, como un profesor presencial, pero no para impartir clases.  Una semana antes de que nos confinasen la Universidad decidió que las clases pasaban a modalidad online y aprovechando que aún se podía ir al campus, pedí ayuda a un profesor y amigo, para que me ayudase a poder manejar los mínimos para tener mi primera clase que iba a impartir desde el aula donde, hasta ese día, estaba llena de alumnos.

Nunca olvidaré aquella sensación. El campus de Princesa vacío, los pasillos sin nadie. Y yo, en el aula, dando la clase a todos mis alumnos, que la semana pasada llenaban el aula, y ahora estaban en modalidad a distancia. Milagrosamente, salió bien y me fui con una sensación agridulce. Era el comienzo de lo que íbamos a vivir todos. La semana siguiente, la clase, ya fue desde el confinamiento domiciliario.

Desde ese día y en los meses que siguieron, hubo un grupo de profesionales que se hicieron indispensables. Ya antes nos apoyaban en todas las cuestiones tecno-pedagógicas que les planteábamos, pero a partir de ese momento, su apoyo se hizo esencial para poder llevar a cabo nuestra labor docente. Me refiero al equipo de Global Campus y que nos apoyan permanentemente. No voy a citar a nadie en concreto, pero todas saben que hablo de cada una de ellas.

A partir de aquí, aparece una reflexión que, no por obvia y conocida, no la valoramos, en mi opinión, suficientemente bien. Igual que nosotros necesitamos a las tecnologías, estás necesitan a las personas. Parece obvio, pero es muy relevante que pongamos en valor este aspecto.

En la soledad de tu despacho, de tu habitación o desde el lugar en el que podías “teletrabajar” fueron viniendo momentos de inquietud cuando no sabías cómo hacer algo para poder impartir tu clase. Ni que decir tiene, poner los exámenes, sobre todo, a los que siempre lo habíamos hecho en papel.  Y es aquí, donde aparecían las gestoras de Global Campus. Su trabajo ha sido increíble sin el que, estoy seguro, lo que hemos vivido no habría sido posible. Mantuvimos la actividad docente gracias a su permanente apoyo. No creo que todas las universidades puedan decir lo mismo.

Ellas fueron nuestra primera línea. Su disposición a mantener una videollamada por Teams, daba la tranquilidad de saber que no estabas solo y que detrás había un equipo de profesionales que se iban a conectar y te solucionarían las dudas de cómo hacer o revisarían tu examen, te ayudarían a darte la tranquilidad de que todo estaba bien y que los alumnos podrían tener la certeza de que las cosas iban a funcionar.

En septiembre hicieron un esfuerzo, digno de admiración, para formarnos a todos en la nueva versión de nuestras vidas como docentes; la modalidad híbrida. ¿Cuántos profesores pasamos por sus formaciones? ¿Cuántas horas de dedicación han tenido? Es increíble el material que han generado a disposición de todos nosotros. Y, cuando arrancó el curso, qué decir de poder contar con ellas, entrando en cada aula a ayudarnos a estar bien conectados, a poder hacer ese movimiento tan atípico de arrastrar la sesión a una pantalla de televisión que nos muestra a nuestros alumnos mientras impartimos nuestra clase.

Han estado pendientes de nosotros. Por eso, se hace tan relevante mencionar, de nuevo, que las personas necesitamos a las tecnologías, como se ha demostrado en estos meses, pero las tecnologías no son nada sin las personas. La velocidad a la que hacía referencia al principio de este artículo la hemos hecho nuestra gracias a su apoyo. Por muy buena que sea la tecnología, estoy seguro, que habríamos fracasado. Hay muchos ejemplos a lo largo de la historia de la evolución tecnológica que lo corroboran pero para mí, el ejemplo que Global Campus nos ha dado me acompañará siempre.

Jesús Briones

Profesor de la Facultad de Ciencias Sociales

Construcción de confianza en entornos online

El proceso enseñanza-aprendizaje representa un desafío poliédrico para los docentes. Uno de los aspectos clave radica en la interpretación por parte del enseñante de las características particulares de cada grupo de clase. Esto le permitirá adaptar las estrategias y actividades que se adapten mejor a cada caso, y también encontrar las formas más adecuadas para relacionarse con los estudiantes de cada grupo de clases. Aunque el grado de desconocimiento sobre cada grupo de clase se puede minimizar mediante una prospectiva previa, esta labor no suele ser sencilla. La falta de comunicación entre docentes, la falta de tiempo, apoyo o, incluso, de formación para esta tarea, dificultan disponer de un diagnóstico con tiempo suficiente para incorporar esta información al diseño de cada curso. Por lo tanto, el proceso de conocimiento de un grupo se suele concretar a lo largo del propio desarrollo del curso.

Gran parte del éxito de un curso –medido tanto por sus resultados como por la satisfacción expresada por los alumnos– depende de la capacidad para establecer un vínculo de confianza entre docentes y alumnos. Cuando en una relación interdependiente existe riesgo de que alguna de las partes dificulte o haga imposible alcanzar los objetivos perseguidos, aparecen dudas sobre las intenciones o comportamientos de la otra persona. Cuando ésta es la persona de quien se depende, se genera desconfianza. Por el contrario, se establece confianza cuando quien detenta el poder en una relación no ejerce un control exhaustivo sobre las acciones y decisiones de quien es más vulnerable. La confianza, según Abarca (2004), es un estado sicológico, y representa una disposición positiva respecto de las actitudes del otro. Es producto del conocimiento previo, pero se proyecta dinámicamente al futuro: la confianza cambia según avance la relación (Conejeros, 2010). Las relaciones estructuradas en base a la confianza permiten simplificar las relaciones sociales y generar redes para el desarrollo personal y social.

La confianza es, por lo tanto, un pilar fundamental es para una actividad educativa democrática basada en el respeto y la tolerancia, y se lleva mal con sistemas educativos autoritarios y paternalistas. Una comunicación deficiente puede ser causa de pérdida de confianza. El establecimiento de la confianza se puede enseñar, aprender y desarrollar, aunque lamentablemente los sistemas educativos suelen carecer de modelos que incluyan la gestión de la confianza. Este pilar fundamental no suele recibir la atención que tienen otros aspectos de la actividad educativa.

Por otra parte, los conocimientos actuales en neurosicología y en inteligencia emocional han permitido reconocer la importancia de percibir, asimilar, comprender y regular las propias emociones y la de los demás (Goleman, 2001). El manejo adecuado de esta inteligencia tiene implicaciones beneficiosas en la salud física y mental (Martínez, 2011), y directas implicaciones en el establecimiento de una relación de confianza educando-educador. La memoria emocional guarda registro en la amígdala cerebral de los recuerdos con alto impacto emocional, tanto traumas o momentos felices, quedando el recuerdo del clima emocional en el que se produce el hecho (Ressler, 2003). Por esta causa un «mal comienzo» de un curso suele tener consecuencias desastrosas para todo su desarrollo. La primera impresión, puede determinar el devenir, el éxito o el fracaso, de un curso y de la relación entre docentes y estudiantes.

En una clase presencial, en el aula, existen múltiples oportunidades de comunicación entre profesores y alumnos. El contacto visual y el lenguaje corporal pueden facilitar la comunicación y el establecimiento de confianza mutua. El docente puede verificar de primera mano la participación activa de los miembros del grupo en las actividades, dándole información sobre la repercusión del trabajo en cada uno. Existen, por lo tanto, muchas oportunidades para que el docente tome medidas para reorientar el enfoque de las clases o para determinar las necesidades especiales de apoyo de cada alumno. Las clases no presenciales, en cambio, presentan desafíos particulares para los docentes, adicionales a los demás aspectos de la actividad. El formato online requiere una adaptación completa de la estructura, materiales, actividades, etc., involucradas, pero, además, impone formas diferentes de comunicación. Un grupo de cierto tamaño de personas situadas en contextos geográficos dispersos, incluso con diferencias horarias, con formación y culturas heterogéneos, representan un desafío para el desarrollo productivo de una clase de estas características. Pese a lo esperable, muchos alumnos no disponen de webcam, y hasta de micrófono. Por lo tanto, la mayoría de los alumnos de la clase resulta invisible para el docente. La comunicación escrita ‒el chat‒ es lenta y poco interactiva… en fin, no es un panorama sencillo ni tranquilizador, sobre todo cuando se afrontan las primeras clases.

¿Cómo se puede gestionar una clase de estas características, despertar motivación y generar confianza? En primer lugar, debemos ser conscientes de que las clases no presenciales se utilizan básicamente para cursos de posgrado, con grupos de alumnos mayores. Estos presentan, normalmente, una capacidad de automotivación suficiente como para afrontar estos estudios, que suelen realizar simultáneamente con sus responsabilidades laborales, familiares, etc. y tienen una gran capacidad de trabajo autónomo. La clave estará, como ya se ha dicho, en establecer múltiples oportunidades de comunicación, lo más fluida y bidireccional posible ‒o más bien multidireccional, facilitando también el diálogo entre los miembros del grupo, dado el déficit de presencialidad entre ellos‒.

Por otra parte, en muchos casos se trata de personas que están desempeñando su actividad profesional en el ámbito del posgrado que están realizando. Esto suele transformarlos en estudiantes exigentes con los docentes, pero también perfila oportunidades para establecer relaciones de confianza y colaboración, con aquellos que estén dispuestos. Proponerles debates o preparar una presentación sobre un tema que en los que sean especialistas, darles oportunidades de expresarse como profesionales en su ambiente de aprendizaje, son buenas estrategias para establecer y fortalecer relaciones de confianza. Los debates permiten expresarse y opinar, pero también son un medio idóneo para que docente observe, evalúe y proporcione oportunidades de mejora a los estudiantes.

Dadas las características del formato, esto no es sencillo ni exacto, ya que algunos estudiantes muy capaces carecen de vocación o de solvencia técnica para la participación activa en estos grupos. Sin embargo, siendo frecuente en muchos cursos establecer entre sus objetivos el desarrollo de competencias tales como trabajo en equipos o comunicación, es imprescindible definir estrategias para que los alumnos desarrollen estas capacidades, pese a las dificultades del formato. Tampoco es infrecuente que surjan conflictos entre miembros de grupos. Esta situación, particularmente sensible por el formato, brinda oportunidades al docente para conocer mejor a sus alumnos y darles oportunidades de aprendizaje.

Toda situación que les permita constatar que los intereses del docente se alinean con los suyos, genera confianza. Cuando éste es percibido como alguien comprometido en el aprendizaje del grupo y no en aplicar mecánicamente una receta, y que manifiesta capacidad de diálogo ‒escuchar, preguntar y mostrar interés frente a las necesidades y sensibilidades del grupo‒, contribuye a reforzar la confianza en la labor del docente. En este formato se hace evidente, más aún si cabe, la necesidad de que el docente aplique un criterio basado en la observación y la capacidad de investigar a partir de los datos que recibe.

GuillermoFilippone

Guillermo Filippone

Profesor del Máster Universitario en Formación del Profesorado de ESO y Bachillerato, FP y Enseñanza de Idiomas