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Madrid es un gran decorado.
Un patrimonio vivo cuyo mérito,
más allá de una docena de mo-
numentos y espacios cotidia-
nos de gran solera, es acuñarse
a golpe de calle. Nuestro cine
-que ha convertido esta ciudad
en epicentro de tan caprichosa
industria- se ha aliado con el
carácter multiforme de la Villa
y Corte. Sí, hay un Madrid para
cada público. Sólo hay que bus-
carlo. El sainete y lo popular ex-
plosionan en cintas de tempra-
na edad:
¡Viva Madrid, que es mi
pueblo!
o
El misterio de la Puerta
del Sol
, pero siguen presentes
en propuestas más cercanas
y canallas (
Bajarse al moro
,
La
comunidad
…). Existe un Madrid
festivo y alegre, de festejo y mo-
vidón, y así pasamos del gali-
matías de
La verbena de la Palo-
ma
al lío de
¿Qué hace una chica
como tú en un sitio como éste?
Existe también un Madrid apo-
calíptico y macarra orquestado
por Álex de la Iglesia (
El día de
la bestia
), como pervive la noche
madrileña, siempre dispuesta y
ansiada, en cada cinta primeriza
de Pedro Almodóvar. A las ór-
denes del realizador manchego,
Madrid es un perpetuo deseo, un
laberinto vertiginoso, un ataque
de nervios en hora punta. Los
cielos de la capital despuntan
en
Madrid
, ese poema de Basilio
Martín Patino a la ciudad; como
la Gran Vía, a ojos de Garci, se
convierte en terreno peligroso y
anhelado en
El crack
. Pero Ma-
drid también es trinchera y san-
gre: la Guerra Civil asoma por
Carne de fieras
, esa condenada
rareza de nuestro cine.
La ciudad, en ocasiones, mal
que nos pese, se revela como
una tristísima fábula moral en
obras como
Surcos
o
El inquili-
no
, o en esos otros retratos de
trazo grueso que son
El pisito
,
El
cochecito
y
Esa pareja feliz
. Lue-
go está la ciudad como zona de
recreo, de iniciación a la vida: los
jóvenes descubren en Madrid
los peligros amargos de hacerse
adulto. Saura lo demuestra en
Los golfos
, Ferreri en
Los chicos
,
García Ruiz en
Mensaka
o, más
recientemente, Daniel Guzmán
en
A cambio de nada
. Al igual
que
La ciudad no es para mí
nos
remite a la popular estación de
Atocha,
Las chicas de la Cruz
Roja
están ligadas a su paseo
por las calles de Madrid, en des-
capotable, entonando aquella
canción desarrollista de Algueró.
En fin, irremediablemente Ma-
drid quiere convertirse en cine,
que no nos cuenten lo contrario.
Es posible que la única manera
de entender a esta ciudad sea
a través de la gran pantalla: allí
donde Fernán Gómez cabalga a
lomos de su caballo por la Gran
Vía bajo las órdenes de un ca-
prichoso Neville, o bien deam-
bulando por esquinas y cafés,
como tontos enamorados, gatos
lunáticos del Cine Doré, en las
cintas de Jonás Trueba.
Hay un Madrid
para cada
público: popular,
festivo y alegre,
apocalíptico
y macarra,
peligroso y
anhelado,
trinchera y
sangre.